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Al final de la calle están las tapias
–actualmente es un centro de la Comunidad de Madrid, pero
antiguamente era un correccional, lugar donde eran encerrados los
chicos que se portaban de manera inadecuada, con lo que éramos
sistemáticamente amenazados con entrar allí si nos portábamos mal,
-cosas de padres- pero la grandeza de dicho muro para los chicos del
barrio era ir a sacar las balas que estaban incrustadas desde la
guerra civil española, sin datos para aseverar dicho comentario,
pero que los viejos del lugar aseguraban que allí hasta se hacían
fusilamientos- ya se sabe “chismes”, lo cierto es que nosotros
las sacábamos y las convertíamos en nuestro tesoro, un hoyo en la
tierra con ellas debajo y cristales de colores encima, quedaba
bonito, era obligatorio dárselas a la guardia civil, pero era
nuestro tesoro…
Ciertamente soy culpable,
responsable de ese rostro
demacrado
por los llantos que no
cicatrizan
los lamentos del tiempo
desgarrado.
Que no me perdonen el
dolor ocasionado,
guárdenlo en las cámaras
del infierno,
como se guardan las
estrellas
en las noches frías de
invierno.
No renuncio a este
silencio amargo,
me consumen los pesares a
cada momento,
y aunque busco con ahínco
mi pecado…
agoto mi paz interna entre
el miedo y el tormento.
Maldigo el juicio de los
perversos
por multiplicar sin motivo
mis heridas,
porque de lo único que
soy culpable
es de vivir
apasionadamente mis días.
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