sábado, 2 de julio de 2016


                                                                            III
No hace mucho una ministra propuso pisos de 30 metros para parejas o jóvenes con aspiraciones de independizarse y le llovieron las protestas. La corrala de mi calle, donde yo vivía, tenía varias casas de ese tamaño, incluso algunas eran la mitad de la propuesta, en una de esas estábamos alojados seis, cinco de nosotros (incluidos mis padres) dormíamos en la misma cama, y la pequeña en un capacho encima de dos sillas. El palacete tenía una habitación con cortina que daba al fogón, ese era todo el espacio, además compartíamos el retrete de taza turca con el resto de vecinos. Un barreño en el patio era el aseo, donde mi madre, con piedra pómez, nos restregaba para sacarnos la roña acumulada durante nuestras partidas al basurero. Pero dentro de la casa teníamos otros habitantes que compartían el calor del hogar, ingentes cantidades de chinches incrustados en el colchón de borra que se alimentaban de nosotros hasta saciarse, y encima de nuestras cabezas una orgia de piojos anidaba en cada raíz, procurándonos el placer de rascarnos. Imposible recordar la cantidad de tardes sentado en la banqueta mientras mi madre se daba al noble arte del despioje, aquello sí que era maestría, cada chasquido entre las uñas era otro triunfo para ella, para mí…un aire de independencia.


Extinguido, el cuerpo se hace ceniza,
nuestro nombre caerá en el olvido,
el espíritu se disipará en el aire,
quedará de él un recuerdo desvalido.

Nadie tendrá memoria de su obra,
aunque le bañen de oro la mortaja,
le cubran la losa de guirnaldas
y su epitafio brille como alhajas.

Porque es destino del hombre
agarrarse fuerte a su suerte,
y nacer es el primer paso del
camino sin retorno hacia la muerte.

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